El monte ruborizado con sus ceibos y karanda´ys... defienden, como rosas, su misteriosa belleza entre espinales.
El algorrobo, el viñal y la aromita, guardianes de su secreto custodian el corazón del monte. Los palos borrachales, saludan en los senderos históricos algunos ahuecados para formar trincheras, que, alguna vez albergaron a algún paraguayo adolescente a la espera de un ajusticiamiento boliviano.
Ya escuché la risa de una charata burlando a un cazador inexperto, hasta los ayoreos ríen como charatas cuando ven a estos cazadores fallar con tanta estupidez.
Espero silenciosamente hasta que el monte me de su bienvenida con un avistamiento, mientras hablo conmigo misma, como siempre, sobre cosas triviales, desde política hasta meteorología. De pronto, en un claroscuro digno de Caravaggio se dibuja en mis binoculares una elástica figura, lenta, como perezosa, de parda mirada, el hocico nevado busca el rastro de lo que alguna vez estuvo allí, cerca de una aguada… Hecho de la arena que pisa, se da vuelta, tal como vino, ocioso y fotosensible escapa a la oscuridad de su gran torre espinada vagabundeando en su palacio a la espera de un festín.
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